CAMILO JOSÉ CELA CONDE
Aprecio en lo que vale el sentido del humor de quienes hacen este diario, brindándonos hoy, apenas salidos del horror de las panades, robiols i crespells que nos han dejado en situación casi comatosa, un reportaje acerca del éxito de los gimnasios. Pero en realidad no hacen unos y otros, periodistas y empresarios del cuerpo 10, sino seguir la realidad misma. Vivimos en una sociedad obsesionada por la salud hasta tal punto que poco falta por considerar políticamente incorrecto el morirse. Ya lo es fumar, estar gordo, no dejarse el bofe por las aceras en busca de un corazón más sano y acercarse al café en vez de al gimnasio. Tal vez por eso, cada vez hay menos cafés y más gimnasios. Darle al cliente lo que éste necesita -o cree que necesita, que es lo mismo- resulta una operación de clarividencia empresarial. Soy amigo de un dueño de gimnasios que fue en tiempos profesor de filosofía hasta que se dio cuenta de dónde estaba el verdadero imperativo categórico y dejó las aulas para atender mejor a los adictos a la salud. Otro gallo me cantaría a mí hoy si hubiese seguido su bien sabio ejemplo. Porque, que yo sepa, las aulas no cesan de lamentar la falta de estudiantes mientras que los gimnasios, por contra, no sólo proliferan sino que se trasladan en plan colonizador a otras tierras. Allí encontrarán, seguro, el mismo panorama de éxito garantizado. Los gimnasios abundan, ya digo, en esta isla tan obsesionada por enseñar un vientre plano en la playa. A los muchos establecimientos gigantescos que están en marcha se les añadirán en breve tres más, cada uno de ellos de cerca de media hectárea. Con semejante despliegue, la competencia se aviva y la imaginación prolifera. La gimnasia sueca sólo la recuerdan ya los ancianos tirando a sedentarios -como yo mismo- y aparecen, en vez, técnicas de nombre inquietante. Me costó aprenderme lo que era un Spa, tardé en comprender la esencia del Pilates, y ahora resulta que la oferta gimnástica incluye cosas como Tai Chi y Qi Gong, que dios sabrá si resultan artes propias de gentes de más de treinta años. Pero hoy no existe ya nadie con más de tres décadas a sus espaldas y, si las tiene, hace lo posible por disimularlo. Oportunidades, no habrán de faltarle: los nuevos centros de salud activa disponen hasta de zonas termales y vestuarios vip, que no es cosa de desnudarse a la vista de la plebe antes de lucir un cuerpo de yogur que quede a salvo de miradas censurantes. Hace casi veinticinco siglos, un ciudadano de Estagira, reino de Macedonia, que llevaba el nombre de Aristóteles fundó en Atenas un gimnasio, uno de los primeros que suelen recordarse. Lo dedicó al dios Apolo Liceo y, de tal suerte, le quedó el nombre de la divinidad protectora. Pero la etiqueta de "gimnasio" le cuadraba mejor, porque Aristóteles enseñaba haciendo un ejercicio no muy apartado de lo que ahora llamaríamos footing. Los gimnasios de hoy son otra cosa. Abundan en máquinas, piscinas y pistas atléticas pero no prestan gran atención, que yo sepa, ni a las categorías del ser y el decir ni a la Parva naturalia. Insisto que hacen bien. A nadie se le ocurriría montar hoy una universidad salvo que el propósito de fondo fuera el de recalificar unos terrenos. Pero los gimnasios, en el sentido actual, crecen y se multiplican. De vivir hoy Aristóteles quién sabe si dedicaría su liceo no tanto a encontrarse a sí mismo sino a soltar, por el camino, las grasas.
Diario de Mallorca, martes 18 de abril de 2006